El primer atisbo del desastre lo tuve apenas se comenzaron a cerrar los colegios electorales y empezaron a hacerse públicos los primeros datos de estados como Indiana o Kentucky. Sólo se había escrutado un 3 por ciento de los votos, pero aquello olía a derrota desde la distancia. Es cierto que se trataba de dos estados del sur con predominio del voto republicano, pero el candidato partía con una distancia de 70/30 frente a Hillary, la candidata demócrata, mi apuesta y la de todos mis amigos en los Estados Unidos con los que estuve conectada toda la noche.
Así que allí estaba yo, en el salón de mi casa en Pamplona, frente a la tele, zapeando desde la CNN a la NBC, sintiendo tan cerca un país que es mi segundo hogar y augurando algo que hacía tiempo temía y que se ha confirmado aplastante bajo lo que podríamos denominar el Trumpazo. Así, con esa onomatopeya, se puede llegar a entender el golpe bajo que ha supuesto para muchos este resultado electoral.
No estoy hablando de lo que pueda parecerme a mí o a muchos otros ciudadanos del mundo que, por sentirnos cerca de los Estados Unidos o simplemente por interés global, seguimos muy de cerca lo que ocurre en el país de las barras y estrellas. Me refiero especialmente a los millones de ciudadanos norteamericanos que, tras la victoria de Trump, sienten que se echa tierra sobre los avances que tanto camino les ha costado conseguir.
Todas las minorías sin excepción se sienten en absoluto retroceso en este momento, recordando con dolor las agrias palabras y los ofensivos comentarios que el candidato republicano se ha dedicado a esgrimir a lo largo de la campaña electoral. ¿Son suficientes unas cuantas palabras amistosas y el tono conciliador de su primer discurso para perdonar todas las ofensas y abrir un nuevo periodo de confianza hacia Trump? No, no es suficiente.
He hablado en las últimas horas con muchos amigos que viven en los Estados Unidos. Ciudadanos americanos que no esperaban de ninguna manera que el discurso y la actitud provocadora y agresiva de Trump pudiera lograr la victoria. Están desolados. No encuentran consuelo. No tanto por los resultados electorales, sino por la perspectiva de tener a un ser que se ha mostrado irrespetuoso, ofensivo y falto de modales desde el primer momento en que hizo pública su aspiración a la candidatura presidencial.
Puede que sus políticas reales no sean tan destructivas como lo han sido sus propuestas y sus amenazas en el camino hasta la Casa Blanca, pero la esencia de Trump ha quedado impregnada en el ambiente y se ha grabado en nuestros cerebros. No se puede aspirar al triunfo pisoteando a los demás. No es lícito defender unos ideales sin respeto. No se debería permitir que un país entregue todo el poder y convierta a un hombre en el mandatario supuestamente más poderoso del mundo si éste no es capaz de mantener unos mínimos de educación, cortesía, valores y humanidad.
“¿Qué está pasando?” Me preguntaba anoche atónita una de mis amigas norteamericanas que aún no podía creer los resultados. “El tiempo lo dirá”, es lo único que se me ocurrió responderle. Porque solo el tiempo puede dar respuestas y solo con tiempo es posible ir recuperándose de un golpe bajo dirigido a echar por tierra al contrincante y que, no solo ha dejado ko. a su oponente política, Hillary Clinton, sino que ha derribado a medio país y, si me apuras, a medio mundo.
A Trump le va a hacer falta un cambio de actitud extremo y sobre todo mucha prudencia y humanidad para ser capaz de curar las heridas que ha infringido a tanta gente.
Belén Galindo Lizaldre