Aunque la moción de censura propició un nuevo gobierno que pretende acabar con la deriva autoritaria del anterior, la democracia y las libertades siempre corren peligro, debemos pelear por ellas cada día, no podemos confiarnos.
Existe desde hace años un proceso de radicalización neoliberal dirigido por las élites financieras y por gobiernos aficionados a las puertas giratorias convenientemente voceados por los grandes grupos de comunicación. Se nos ha hecho creer que no existen otras políticas económicas posibles que las que propugna el neoliberalismo. Aún peor, existen múltiples síntomas que indican que se ha iniciado un camino muy peligroso hacia el ultraderechismo xenófobo y nacionalista (Austria, Polonia, Hungría, Italia, ¿nuevo eje Moscú-Washington?…). Por ello hay que plantar cara sin ambages a estos movimientos, para frenar y voltear la situación.
Es absolutamente imprescindible el desarrollo de políticas que apunten hacia una mayor igualdad social y recuperen los aspectos más castigados del maltrecho Estado de Bienestar. Para ello se precisa de una fiscalidad progresiva, unos impuestos que tengan un efecto redistributivo de ingresos y gastos. Es decir, lo contrario de lo que hizo Montoro. Una democracia real no es posible en este piélago de desigualdades.
No es tarea fácil, entre otras cuestiones porque no hay soluciones sencillas a problemas complejos y porque la credibilidad de la política está por los suelos, no solo en España. Algunos individuos y partidos han hecho mucho por ello, pero hay algunos aspectos que merece la pena matizar. Por ejemplo, nadie habla de los miles de millones entregados a la banca o de los escandalosos sueldos, primas, indemnizaciones y jubilaciones que perciben los consejeros de muchas de esas entidades financiadas con dinero público. La corrupción y el saqueo no son exclusivos del mundillo político. Las organizaciones políticas nos ayudaron a salir de la horrenda dictadura, fueron muchos los que, dentro de ellas, perdieron la libertad o la vida por recuperar la democracia. No podemos caer en el tópico instalado de que “todos son iguales”, no debemos emplear el término político como algo peyorativo. Precisamente ahora necesitamos de la Política para enfrentarnos a los populismos que permiten el resurgimiento de organizaciones fascistas. Por tanto, más democracia, más política y más políticas sociales.
Pero tampoco es de recibo banalizar el grave problema de la corrupción. La ética debe presidir la vida pública. Y no basta con proclamarlo en anuncios publicitarios.
El mayor enemigo del marketing en la administración pública es el propio término, un anglicismo arraigado en nuestra lengua que suena a venta y publicidad. Pero no acaba de asentarse mercadotecnia, la propuesta de la RAE, y aún suena peor mercadeo (muy utilizado en América). Sin embargo, cuando hablamos de filosofía del marketing en lo público lo hacemos como sinónimo de administración responsable, es decir, la que da respuesta rápida y positiva a las demandas políticas: la justificación de una organización pública es la satisfacción de las necesidades y demandas ciudadanas.
Iván Redondo, jefe de Gabinete del Presidente, autoproclamado gran experto en tal cosa, no va por ahí, sino que prefiere aplicar una especie de “mercadeo postural” a la figura de Pedro Sánchez. Y lo que es peor, ha despertado el interés intelectual (es un decir) de Carlos Floriano, quien, con enorme perspicacia y visión política pregunta en la Mesa del Congreso si las gafas de sol del Presidente son graduadas.
Bien harían los asesores de Moncloa en incidir en otras cuestiones mucho más importantes políticamente aunque menos iconográficas. Me explico.
Las políticas públicas serán legítimas si el sistema de valores socialmente aceptado así las considera. Entre esos valores, nos encontramos los de rendimiento (equidad, calidad, eficacia y eficiencia) y los de procedimiento. Entre estos se hallan los relativos al Estado de derecho (legalidad e igualdad ante la ley), al Estado democrático (receptividad, participación y rendición de cuentas), al Estado social (modelo de equidad imperante en términos sociales: bienestar para todos y para los que están peor) y a la Ética pública (cuya base es la transparencia). En democracia, los procedimientos son fundamentales; es más, los ciudadanos perdonan con mayor facilidad los errores de rendimiento que los de procedimiento.
Ya lo cité en mi anterior artículo, pero insisto en la propuesta de Manuel Villoria, catedrático de Ciencia Política, cuando reclama como imprescindible la regeneración de la vida política y la lucha por la integridad pública. En este punto se necesita un gran acuerdo transversal que incluya a todas las instituciones y a todas las políticas. No solo necesitamos un listado de valores, sino también unos principios-guía apoyados en la justicia y no en el egoísmo
En mi opinión, debemos reivindicar la política en general en momentos en que se pretende implantar el nihilismo político, defender la democracia y las libertades frente a quienes aspiran a sustituirlas por el autoritarismo posdemocrático, fomentar la igualdad y recuperar el Estado de Bienestar. Junto a ello, se hace ineludible y urgente una política rotunda de prevención y lucha contra la corrupción. Aquí no puede salvarse nadie que incumpla: del rey abajo, ninguno; pero del rey arriba, tampoco, por muy emérito que sea su señor padre, si fuera cierto que algunas suculentas recompensas provienen de deméritos y no de méritos. El rey actual en absoluto debería librarse llegado el caso; por tanto, fuera su anacrónica inviolabilidad y que asuma responsabilidades llegado el caso. Es decir, transparencia y medidas de vigilancia, porque es perverso confiarlo todo a la insobornable honestidad del ser.
José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández