Patriotas, corrupción y tildes, por José Félix Sánchez-Satrústegui

Los patronos patricios, tan patriotas, huyen de la patria para esconder un patrimonio que acumularon a costa de sus compatriotas. Discúlpenme el uso repetido de palabras con la misma raíz (patr-, del latín patrius, relativo al padre), tan paternal. Parece un trabalenguas, pero es una tragaperras. Estos patriotas patricidas me ponen trabucaire y cacofónico.

Rafael del Pino y Calvo-Sotelo, la tercera mayor fortuna del país, traslada la sede social de Ferrovial a Holanda, paraíso fiscal en plena UE, para evitar la inseguridad jurídica española —tradúzcanse sede social y paraíso fiscal por cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones e inseguridad jurídica por legislación que no favorece lo suficiente a los ricos—.

Garamendi, presidente de la CEOE, ese caradura que se opone a la subida del salario mínimo interprofesional hasta 1080 € al mes y de las pensiones no vaya a ser que un día, entre todos, consigan que él no pueda llegar a cobrar los 400 000 € anuales que ahora se embolsa, ha calificado de «increíble, absurda y peligrosa» la reacción del Gobierno al anuncio de Ferrovial, la cual genera desconfianza entre los inversores. También ha denunciado que se acuse a personas concretas como se ha hecho con empresarios como Juan Roig, jefe de Mercadona, o Amancio Ortega, fundador de Inditex, con incrementos en la facturación en 2022 del 11% y 17,5% respectivamente. Pedro Sánchez ha recordado que la empresa de Del Pino ha crecido gracias a contratos públicos pagados con impuestos de todos los españoles y que «la patria no es solo hacer patrimonio, es ser solidario, arrimar el hombro y ayudar cuando tu país lo necesita».

La huida de Ferrovial tiene como objetivo pagar menos impuestos y ganar más pasta, para qué engañarnos. Los poderes económicos apelan a la seguridad jurídica como eufemismo para disfrazar la idea de que sus intereses —o sea, los del dinero— están por encima de cualquier otra cosa, como recuerda Josep Ramoneda en un artículo.

«Fray» Garamendi ha pedido no demonizar a las empresas y a los empresarios de este país ya que son quienes generan riqueza. La riqueza la generan los trabajadores y estos superempresarios modélicos se enriquecen a su costa. Los santificaremos por ello.

Recomiendo la lectura de No quieren que lo sepas, el libro de Jesús Cintora que investiga y denuncia la historia de la corrupción, que afecta, entre otros, a la política, la justicia, los servicios públicos o los medios de comunicación. Saca a la luz los poderes en la sombra que todos sospechamos y que son el foco desde donde se propagan privilegios. Mantuve a la espera esta obra que, aunque lo parezca, no es ficción, sino realidad amarga, por culpa de esta misma cualidad aflictiva y nauseabunda. Pero merece la pena leerlo para que sepamos lo que no quieren que sepamos y, en lugar de dejarnos avasallar y hundirnos en la desesperanza y la inacción que ellos mismos pretenden, no cejemos en el empeño de mejorar los sistemas de control para regenerar la democracia. Sería bueno recordar que el Príncipe de las tinieblas —Mauricio Casals, presidente del diario La Razón y Audiovisual Española 2000 y adjunto a la presidencia de Atresmedia— exigió el final del programa Las cosas claras que presentaba Cintora en TVE, según refiere el afectado que le confesó un alto cargo del Gobierno.

«La corrupción en sus diferentes variantes supone una violación de los principios básicos democráticos, una ruptura de las reglas del juego que impide que la democracia mantenga todo su valor normativo». Son palabras de Manuel Villoria, catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la URJC de Madrid — dirigió el Máster en Alta Dirección Pública del Instituto Universitario Ortega y Gasset en el que tuve el honor de ser su alumno en 2007— en la ponencia Corrupción y liderazgo público en el VII Congreso Español de Ciencia Política y de la Administración. No sería mala idea dejarse asesorar al más alto nivel de gobiernos, partidos e instituciones por personas con tanto conocimiento en este asunto. La democracia lo necesita.

En España, la corrupción está muy localizada en las élites políticas, empresariales, financieras y judiciales —no todos los políticos, empresarios o jueces son iguales—. En cualquier caso, se hace imprescindible y urgente una estrategia nacional cuando vivimos un estancamiento en la lucha contra ella.

Lo de la judicatura es otro nivel. El Tribunal Constitucional (TC) suspende un pleno del Senado para evitar la votación de la reforma que afectaba a la renovación del propio TC, bloqueada por el sector conservador. El Tribunal Supremo (TS) critica los cambios en el Código Penal introducidos por el poder legislativo en un claro ejemplo de intento de judicializar la política y avasallar competencias de otros poderes del Estado.

Los jueces Llarena y Marchena, que riman en consonante conservadora, consuenan asimismo en sus críticas a la supresión del delito de sedición, cuando lo que tienen que hacer es ceñirse a aplicar la ley. Ignacio Sánchez-Cuenca nos habla de ello en el artículo La mala educación judicial en El País, sin permiso, supongo, de Juan Luis Cebrián, otro viajero hacia la derecha junto a Tamames y Savater.

Qué decir de las conversaciones del presidente de la Audiencia Nacional, José Ramón Navarro, con Francisco Martínez, ex secretario de Estado de Seguridad en el Gobierno de Rajoy, quien le solicitó información sobre la investigación del caso Kitchen, en el que ha acabado siendo procesado. Vergüenza nacional.

El mayor problema del Gobierno quizá sea «su incapacidad o impotencia para lograr que la conversación pública no difumine los avances conseguidos en un periodo de turbulencias inéditas» —Jesús Maraña en infoLibre—. Muy poco se habla de la subida del salario mínimo, los ERTE, el ingreso mínimo vital, la reforma laboral, el tope ibérico al gas, las ayudas directas a familias y empresas con dificultades o, más recientemente, del importante acuerdo sobre pensiones con los sindicatos.

Mientras Tamames prepara su discurso para la moción de censura, en el que, según ha publicado elDiario.es, afirma que «España se asemeja a una autocracia absorbente», Ayuso incita a los suyos con un mensaje contundente: «Hoy la izquierda está acabada (…). Matadlos». Así entiende la política Barbie Madriles.

En el entretanto, sigo mi debate interno sobre la tilde en solo/sólo. Y uniendo esto con la costumbre de las izquierdas gobernantes de dispararse en el pie, hago una propuesta final que espero sepa entenderse por Pedro, Ione e Irene como ironía.

Quizá no se hayan dado cuenta en el gobierno porque, si lo hubieran hecho, ya estarían enfrentadas por este motivo las facciones coaligadas. Por esta razón, como si no hubiera suficiente polémica interministerial con la Ley de garantía integral de la libertad sexual, les pregunto que, aunque la denominan comúnmente como la «ley del solo sí es sí», ¿no hay ningún ministro que prefiera llamarla «ley del sólo sí es sí» y se tilden unos a otros de cobardes o radicales según tilden o no esa soledad adverbial? Yo es por malmeter, o sea.

José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández

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