Sexagenario. Por José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández

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Climatológicamente, poseo un carácter equinoccial, alejado de las certezas, ya sean frigentes o achicharrantes, que dominan los solsticios (aunque con la edad me he ido volviendo atérmico). Dentro de tal predilección por los equinoccios, elijo las incertidumbres del otoño a las primaverales, una estación siempre a punto de explotar y de provocar implosiones.

La gente, estos días, se mueve entre el residuo inquisitorial del capirote y el vestigio ornamental del bañador. Mientras unos procesionan las calles ungidos por la mística de la cera y el incienso, otros orean sus chichas lácteas sobre la arena de las playas entre la sal y el sol. Huidizo frente a ambas pasiones, he optado por recluirme, ora en la taberna, ora en el interior de los libros.

Las volutas del puro nublan la atmósfera del despacho mientras los vapores del pacharán hacen lo propio con mi geosfera. Abro la ventana para que penetren los colores recién nacidos, pero una animosa cáfila de pólenes se lanza sobre mí dispuesta a poseerme con tal ímpetu, que solo puedo responder con la emoción de unas lágrimas difícilmente contenidas y una salva inacabable de estornudos que celebran con entusiasmo el advenimiento vernal. La ciencia, tan prosaica, lo llama rino-conjuntivitis alérgica, pero yo he preferido añadir cierto lirismo para narrar momento tan dichoso.

Va a hacer un año que sobrellevo los cincuenta y todos. El próximo dos de mayo, si no hay inconveniente, me adentro en esa década en la que antes se vislumbraba el retiro de la actividad laboral, y ahora, con el empeño macabro a diferirlo posiblemente hasta conseguir la jubilación post mortem, vaya usted a saber qué nos deparará este periodo ya abiertamente climatérico.

A pesar de lo dicho, recibo la primavera cada vez con respuestas más atemperadas frente a los estímulos estacionales propios, incluidos los hormonales. Sin embargo, mantengo todavía un cierto alarde de neuronas en movimiento (no siempre productivo, es cierto), que se desata en mi cerebro desde cada galicinio hasta la madrugada siguiente (obligado por mi calidad de insomne) y hace que mantenga la mirada permanente e intensamente despierta. Milito en la curiosidad y en la duda, pero abierto a la sorpresa. “Soy un pequeño coleccionista de asombros” (Irazoki). El cuerpo, sin embargo, prefiere la dolce far niente y huye de excesos gimnásticos. Creo que esa contradicción mente-cuerpo es la que me mantiene en la zozobra, o sea en la vida.

De los anaqueles atiborrados se apea un libro, Historias antiguas y contemporáneas de la ciudad de Estella, de Juan Satrústegui. Leo: “Junto a dicha casa (un establecimiento dedicado a venta de piezas eléctricas y bombillas) ya colindante con la calle Navarrería, un edificio de la familia Zunzarren habitado durante muchos años por la familia de Elisa Satrústegui…”. Habla de mi abuela paterna, tía del autor.

Vine al mundo muy cerca, casi enfrente, Mayor esquina con Sancho Ramírez. Hace años escribí unos versos sencillos cuya estrofa final traigo como pequeño homenaje a la calle donde nací aquel lejano día de 1957 y, sobre todo, a la ciudad donde ocurrió, que hoy, como nunca, es más que una historia o un recuerdo. Estella es un sentimiento.

Dos de mayo,

vernal y florido:

yo nací abajo,

donde mi calle

ya huele a río.

 

José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández

 

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