Luces y sombras, por José Félix Sánchez-Satrústegui

Comenzó mayo, y continuó, como acabó abril, con luces y sombras, con claroscuros, como cada mes, como cada fecha.

La muerte del papa Francisco ha ocupado durante demasiado tiempo las primeras páginas y secciones de todo tipo. Prensa, radio, televisión y redes han sido asaltadas por el óbito papal. Qué hartazgo, como para que yo siga dando el coñazo con tan manoseado tema. Pues allá voy.

He leído y escuchado numerosas opiniones. «La conmoción por la muerte del Papa no puede hacernos olvidar que se opuso a muchas conquistas sociales», escribe Leila Guerriero en un artículo en el que describe los claroscuros de Bergoglio. Decía querer una Iglesia pobre para los pobres, pero tiene un patrimonio de más de 10.000 millones de dólares. Consideró que la cuestión del diaconado femenino no estaba aún madura como para entretenerse en asuntos menores para él, como son las mujeres y sus derechos. Afirmó que la homosexualidad no es un delito, sí un pecado, así como que a los homosexuales no se les debería permitir ingresar en seminarios, puesto que allí ya había un aire de mariconería. Sus posicionamientos durante la dictadura en Argentina son confusos, según se desprende de algunas de sus actuaciones.

Antón Losada pone de manifiesto las contradicciones entre sus gestos y sus palabras. Esther Palomera lo define como el papa de los nadies que irritaba a las derechas. Isaac Rosa lo declara el papa para quienes no les gustan los papas, así como que hay que aplaudirle que hablase con tanta claridad de justicia social, desigualdad capitalista, Gaza o los migrantes; si bien a la hora de la verdad concretó pocas reformas y ninguna revolución.

Luces y sombras de la vida del papa muerto. En todo caso, como mucho, aplicó una especie de «gatopardismo», esa idea expresada por Lampedusa en El gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». La Iglesia no da para más.

Por el contrario, lo que me lleva a opinar bien de él son las palabras de Javier Milei, que lo llamó representante del maligno en la tierra, o las de Losantos, quien después de su muerte lo encasilló en «esa generación criminal de la extrema izquierda montonera peronista» y añadió, aliviado, que «por fin nos ha dejado». Por sus enemigos los conoceréis. Supongo que la asociación de abogados tan cristianos, o no, se sentirá indignada y denunciará al odiador fascista, o no.

Un sindiós de cardenales, iluminados por un «espiritusantismo» que esconde turbiedades, se encierra en cónclave. Después de la oscuridad de tres fumatas negras se hizo la luz entre los cardenales y a la cuarta fue la vencida: fumata blanca y habemus papam —habetis papam, o sea, tenéis papa, porque yo no lo tengo y España tampoco, por ser aconfesional, ¿o no?—.

El elegido —antes cardenal Prevost, ahora papa León XIV—, parece más continuador de Francisco que ultra, como pretendían muchos. Y empieza con buen pie, lo critica el trumpismo.

No entiendo que se declare luto oficial por la muerte de un papa en un Estado laico. Menos aún que, en la declaración de la renta, exista la casilla que se reserva a los contribuyentes que quieran destinar un porcentaje para la Iglesia, parte que se detrae del total a pagar, no se añade a él. La Iglesia católica es una okupa del Estado español, apunta Ruth Toledano. Es importante aclarar que no paga IBI por sus muchísimos inmuebles, entre ellos negocios lucrativos, porque está incluida en la ley de mecenazgo. Recordemos, con cabreo, que los bienes inmatriculados por la Iglesia en España, gracias a una ley aprobada por Aznar, es de 35.000. Estamos en un país en el que el porcentaje de personas que declararon tener adscripciones de «conciencia no religiosa» —agnóstico, indiferente/no creyente y ateo— se sitúa en el 41,5 %, mientras en 1980 esta cifra era solo del 8,5 %. Los datos se refieren a cualquier religión, no solo a la católica.

Pese a que, en la reforma del concordato español con la Santa Sede de 1979, la Iglesia se comprometió a pagarse a sí misma, ni lo ha cumplido ni lo va a cumplir ni el Estado va a exigírselo. No se entiende laicidad, o laicismo, junto a tal concordato. Lastre y anacronismo.

Más luces y sombras. Después del gran apagón del pasado 28 de abril aparecieron un sinnúmero de iluminados, los cuales emitieron cuantiosas teorías, en gran parte conspiranoicas, para explicarlo. Ello no obsta para considerar que fue un desastre que no debería haber ocurrido.

Cualquier explicación sobre el origen del apagón necesitará de mucho tiempo, según los expertos, y creer alguno de los bulos que circulan por ahí no conduce a nada. No voy a entrar en ello a causa de mi desconocimiento sobre el asunto. Pero el silencio inicial de Beatriz Corredor —actual presidenta de Red Eléctrica de España, con un 20 % de participación estatal a través del SEPI— solo hace alentar la exigencia de aclaraciones de la oposición. Es de suponer que el PP y Feijóo se hubieran conformado con hacer referencia, por ejemplo, a unos hilitos de plastilina que interactuaron con unos cables manejados por ETA mientras la CH del Júcar engañaba a Mazón… O alguna otra divagación de similar jaez. Aprovecho, eso sí, para seguir manifestando mi negativa a las nucleares, que debemos abandonar el gas y los combustibles fósiles, apostar por las renovables, invertir en mejoras de la red y crear una empresa pública energética.

Ni conspiranoias ni apocalipsis ni positividad tóxica. La rápida recuperación del suministro fue un gran éxito de todos los implicados que no puede hacer olvidar lo sucedido. «Necesitamos respuestas claras cuando sea posible obtenerlas», recuerda Iñigo Sáenz de Ugarte.

Además de conmemorar la Revolución de los Claveles el 25 de abril —más aún tras el auge de la ultraderecha en las últimas elecciones lusas— y el Día del Trabajo el 1 de mayo —el del libro lo festejo todos los días—, en esta ocasión me quiero referir a Europa, con sus luces y sombras. El Día de Europa se celebró el 9 de este mes, en recuerdo de la Declaración de Schuman, con el lema «proteger lo conquistado, ganar futuro». El principal problema de la actual UE no proviene de fuera, sino de dentro, y se llama nacionalismo, que vuelve de la mano de la extrema derecha, más fuerte que nunca desde el final de la segunda guerra mundial.

Somos Europa. Miles de ciudadanos y ciudadanas de distintas ciudades europeas salieron a la calle en defensa de los valores europeos, de la democracia y del Estado de bienestar. Desempolvando todo lo que nos conmueve y nos hace mejores personas (Elvira Lindo), España también se movilizó para reforzar el proyecto europeo sin obviar los errores del pasado y no subestimar las amenazas. En Madrid, el acto lo cerraron el cantante Miguel Ríos y la pianista Rosa Torres-Pardo interpretando el Himno de la alegría.

Los avances sociales y la buena marcha de la economía no impiden a las derechas anunciar catástrofes. Al que pueda hacer que haga de Aznar se suma ahora Ayuso dando las gracias a jueces, fiscales y periodistas que están dando lo mejor de sí mismos contra Sánchez. Y nos reíamos de Franco cuando dijo que todo quedaba atado y bien atado. Verbi gratia, la Justicia.

Muere José Mujica, el referente de la izquierda que hizo de la humildad su bandera y siempre iluminaba lo que tocaba ante tantas dificultades que afrontó. En Gaza, en cambio, sólo hay oscuridad: es nuestra derrota moral, el fracaso de nuestra sociedad, nuestra vergüenza.

Disculpadme un final de artículo muy personal que viene al hilo de los claroscuros de la vida. El 2 de mayo, coincidiendo con el 146 aniversario de la fundación del PSOE, festejo mi cumpleaños —con el permiso de Barbie Madriles, que pretende apropiarse de tal fecha solo para ella—. La alternativa a cumplir bastantes años es peor, claro. Sin embargo, 72 horas después, pasado ya el Día de la Madre, fallece la mía. Aunque su mucha edad y la deteriorada salud hacían presumible un final cercano que le evitara más sufrimiento, la razón y la lógica quedan en un segundo plano frente al dolor, al cúmulo de recuerdos agolpados y al vacío posterior. Qué solos se quedan los vivos. Claroscuros de mayo, luces y sombras.

José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández

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