Ha muerto el Papa, por Juan Andrés Pastor

Como ya sabéis ha muerto el Papa Francisco, una noticia que ha apenado a gente, buena gente de todo el mundo, independientemente de su credo o ideario. Muchos creemos que el argentino ha sido querido y estimado en mayor medida fuera del Vaticano y no tanto dentro. Es el peaje que se cobra la valentía de los rebeldes. En el momento de escribir este artículo las campanas de las iglesias de Estella tocan a muerto y todos respiramos más despacio en señal de respeto.

La triste noticia me ha recordado un artículo que publiqué en Diario de Navarra el 15 de marzo de 2013, al poco de que Bergoglio se sentará en la silla de San Pedro.

UN ESTELLÉS PRIMER OBISPO DE BUENOS AIRES

Nos pasó a muchos que el nombre de Jorge Mario Bergoglio no nos sonaba en absoluto, hasta que anteayer este argentino de setenta y siete años fue elegido Papa en sustitución de Benedicto XVI. Al conocerle el desempeño como arzobispo de Buenos Aires, recordé cómo en 1991 entré cargado de curiosidad en la catedral de esa ciudad austral. La primera impresión al ver el templo desde el exterior es más la de una biblioteca que la de un templo religioso.

Una vez en su interior me dio por leer placas, lápidas e inscripciones varias, y en una de ellas me di de bruces con el nombre de Antonio de Azcona Imberto. Me llamaron la atención los dos apellidos, ambos por reconocidos. Azcona, en el valle de Yerry, a 11.000 km de distancia. Imberto, por tallista y escultor en la Estella del siglo XVI. El tal Antonio resultó ser natural de nuestra ciudad y Obispo de la diócesis de Buenos Aires en pleno siglo XVII. En ningún lugar hasta ese momento había conocido de su existencia.

Las noticias de esta semana, entre fumatas y cónclaves, me lo trajeron a la memoria. Nuestro paisano nació aquí en 1618 y murió allí en 1700. Su vida mejora con creces las aventuras y desventuras que seamos capaces de imaginar. Su primer viaje a América le llegó con 25 años, acompañando al obispo de Yucatán, siendo ordenado sacerdote un año después.

Como párroco se estrenó en la ciudad de Potosí, en Bolivia, tan famosa por las minas de plata que aún en la actualidad seguimos valorando los tesoros con dicha referencia.
Veintiocho años más tarde, al sumar 53, se le sitúa de nuevo en Madrid, esperando ser nombrado obispo auxiliar de Lima. Sin embargo, Inocencio XI le otorga el obispado en Santa María del Buen Aire. En ese momento nuestro protagonista cambió definitivamente el Ega por el Río de la Plata. Ya no hubo regreso. Tomó posesión de su nuevo cargo el 16 de mayo de 1677, permaneciendo en el mismo hasta su muerte en 1700, cuando sumaba 82 años.

De su mandato, los cronistas destacan la apertura del hospital de San Martín, dedicado a asistir a los pobres del lugar. Aseguran que su empeño personal permitió terminar la catedral bonaerense, arrasada por un temporal en 1682, ejerciendo como maestro de obra. De aquel tiempo data una carta enviada al rey Carlos II El Hechizado, último que lo fue de la dinastía de los Austrias, manifestando las dificultades para encontrar misioneros que evangelizaran a los indios.

Esas cuitas desaparecieron cuando los jesuitas decidieron asumir el reto. Antonio de Azcona Imberto, primer obispo porteño procedente del clero secular y natural de Estella, murió en Buenos Aires cuando acababa el siglo de las luces y se iniciaba el XVIII. Sus restos descansan en la catedral metropolitana.

El nombramiento de Bergoglio como Papa nos lo trajo a la memoria olvidado como estaba a este lado del Ega y del Atlántico.

Juan Andrés Pastor

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