Si nos referimos a la vida de manera verbal, puede decirse que transitamos desde el pretérito imperfecto de indicativo al futuro simple o compuesto, según se mire, siempre incierto; vacilantes frente al condicional, posible pero dudoso; esperanzados o pesimistas por el subjuntivo, entre un ojalá que sí y ojalá que no; vigilados por los pluscuamperfectos, de elevada autoestima; y dominados, por el modo imperativo, tan de moda siempre; eviterno, o sea.
Cualquier tiempo pasado fue anterior. Me quedo con esta repetida frase, que da título a un libro y un programa de Nieves Concostrina, frente a la de que cualquiera fue mejor, como afirmara Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre, lo que dejo a los nostálgicos —tampoco digo que fuera peor y lo actual sea óptimo, que esto se lo cedemos a los ebrios—. Resumo, que me enredo: hay que cargar con el ahora. Ocupémonos del presente, quiero decir, dominado por el modo imperativo, tan unido al poder, aunque hoy en día de expresión macarra, teñido de naranja y acompañado de motosierra.
El empleo de estrategias repletas de testosterona vuelve a estar en boga —en realidad, nunca han quedado en total desuso tales usos—. El lanzamiento de aranceles por parte del repugnante Trump, henchido de hormonas androgénicas, ha provocado una arancelosis mundial no exenta de cierto efecto bumerán. Incapacitado para la diplomacia, el mismo chiflado que aconsejaba beber lejía contra el covid ha llevado su violencia económica incluso a la burla. Afirma que los países a los que aplica dichas tasas le están llamando para «besarle el culo» y pedirle que las retire. Mal gusto el de los acojonados ávidos de tal ósculo, de rima ad hoc. Si la propia Melania recurre a un sombrero de ala ancha, tipo Tío Pepe, para evitar un beso del marido en cara o labios, qué no habrá de hacer el resto del planeta para obviar un beso negro, o naranja, con personaje tan repugnante; para soslayar, en fin, tan asquerosa posibilidad «osculatriz».
La muralla a China se está construyendo mediante un acto de chulería que se basa en «tú me subes los aranceles, pues yo más» que es de suponer afecte a la economía mundial, y no para bien. El nuevo lema no es hacer América grande de nuevo —MAGA (Make America Great Again)—, sino hacerla terrible, es decir, MATA (Make America Terrible Again); no solo procura matar económicamente al resto del mundo, también se abren las primeras grietas en la Administración Trump, hasta Elon Musk apuesta por la política de aranceles cero con la UE. Las calles de las grandes ciudades de EE. UU. se han llenado de cientos de miles de manifestantes reclamándole a la bestia que quite sus manos –«Hands off»– de las deportaciones, de los derechos civiles, de las agencias de la administración federal y, en general, de las instituciones democráticas de su país. A todo esto, los mercados se han instalado en una montaña rusa, con perdón. El sueño americano, ese espejismo que no fue más que un producto de marketing, se ha convertido en una pesadilla, ha devenido en terror no solo para los inmigrantes, sino además para los americanos que no le gusten al trumpismo. Disfruten de lo votado.
El agente naranja opina que es mejor crear intereses que amistades. Y nadie mejor que él para aplicar políticas ultraconservadoras, ni siquiera entre los más reaccionarios republicanos.
El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas explica que en Silicon Valley llevan tiempo pensando en abolir la política y conducirla a una forma de gestión empresarial dirigida por nuevas tecnologías, una tecnocracia gestionada digitalmente. Hace un Llamamiento a Europa en un artículo así titulado, mencionando razones políticas para justificar el fortalecimiento de una fuerza militar disuasoria común de la UE que solo puede defender, asegura, «bajo la reserva de que se dé un paso adelante en la integración europea». Asimismo, advierte que el fascismo histórico ha sido sustituido por nuevas formas de dominación.
Los EE. UU. no solo han colocado en el candelero el autoritarismo, el matonismo y la xenofobia, por ejemplo, sino igualmente el machismo, que sigue en auge en cualquier lugar. En España se ha analizado y criticado un caso que ejemplifica su actualidad, el de la posible agresión sexual del exfutbolista Dani Alves, que pone encima de la mesa algunas cuestiones.
Nadie en su sano juicio democrático pone en duda la presunción de inocencia que regula el artículo 24.2 de la Constitución Española, dentro de los derechos fundamentales. Que se aplique tal derecho al acusado no debe suponer que a la mujer se le aplique la presunción de indecencia por costumbre: había bebido, bailaba descocada con la falda muy corta y la lengua muy larga… La fiesta parece ser que provoca presunción de incredulidad sobre la mujer.
Miguel Lorente, exdelegado del gobierno para la Violencia de Género, publica un artículo, El VAR del ‘caso Alves’, en el que analiza las dos sentencias contradictorias del TSJ de Cataluña y la Audiencia Provincial de Barcelona. Explica que los argumentos para cuestionar la violencia sexual sufrida por las mujeres son siempre los mismos y giran alrededor de cuatro grandes ideas: cuestionar el testimonio de la víctima, criticar su conducta, separar y dispersar los indicios que demuestran que ha habido violencia sexual y resignificar alguna de esas evidencias ante la constatación de que la dispersión no es suficiente. Y termina pronosticando la dificultad de «demostrar unos hechos ante una sociedad y cultura que cuando quiere reforzar una afirmación en cualquier contexto utiliza la expresión “palabra de hombre”». Al feminismo le queda tanto por hacer en este y otros campos, incluida la judicatura.
Abro un paréntesis para referirme al juez Peinado y su persecución al entorno de Pedro Sánchez en la persona de Begoña Gómez —que no se nos olvide la orden de Aznar: el que pueda hacer que haga—. Decide ir a la Moncloa a interrogar al ministro Bolaños y pide una tarima para estar por encima del testigo, lo que denota, por un lado, que quiere colocar al juez por encima del ministro y, por otro, su complejo de inferioridad, demostrado este por su escasa talla intelectual. ¡Qué cruz!
Esta última exclamación me lleva a permitirme otro paréntesis. Voto porque la cruz de Cuelgamuros sea derribada aun a riesgo de que los abogados cretinos, o como se llamen, me intenten llevar a la cárcel. Su posible «resignificación» debe hacerse sin esa cruz, que no es un símbolo del catolicismo, sino del nacionalcatolicismo, cosa muy distinta, porque representa la represión y asesinatos masivos cometidos por la dictadura franquista. Los obispos ultras acompañados de otros grupos franquistas se revuelven contra el acuerdo del Vaticano con el Gobierno por lo contrario que lo hago yo. Al PSOE gobernante se le olvida que este es un Estado laico; pero a los socialistas, no.
En España se multiplican las manifestaciones en favor de políticas públicas de vivienda y en defensa de la sanidad y educación públicas. Mientras tanto, como siempre, las izquierdas andan a la gresca entre los que olvidan en parte políticas de izquierda cuando alcanzan el poder y los puristas que se agarran a la destructiva, para la propia izquierda, teoría de las dos orillas.
No olvidemos nunca el genocidio del pueblo palestino. Lanzo una pregunta que se hace Isaac Rosa: «¿Qué barbaridad tendría que hacer Israel para que los países europeos o Estados Unidos dijesen: “esto ya es demasiado, no podemos consentirlo, hay que actuar con Israel como con otros países que violan la legalidad internacional o comenten crímenes contra la humanidad”?».
Ocurren bastantes injusticias y barbaridades delante de nuestras narices. No podemos ignorar el hedor que provocan, taparnos la nariz, mirar para otro lado y callar. Para acabar este artículo, escribo aquellas palabras que, como hacen ya en EE. UU. y por aquí demasiados pretenden imitar, se prohíben para fomentar la represión y la opresión: antirracismo, negro, LGTBI, feminismo, multicultural, inmigrante, no binario… Y tantas otras. Debemos evitar que triunfe no solo la censura, sino también la muchas veces invisible autocensura.
José Félix Sánchez-Satrústegui Fernández

