Se nos ha muerto Miguel Munárriz, por Juan Andrés Pastor

No sé a qué velocidad corre la pólvora, ni tampoco tengo interés alguno en comprobarlo, pero la frase está hecha desde hace siglos y la aplicamos invariablemente a la celeridad con la que una noticia se propaga. De noticas algo sí que sé. Por eso le doy más validez al sentimiento que acompaña a la información, que a la capacidad que esta tiene de alcanzar las distancias.

El caso es que ayer a primera hora de la noche, una buena amiga, me contaba que a Miguel Munárriz  se le había ido la vida rodeado de los suyos, junto a Marta. Y se hizo el silencio. Hay sentimientos que sólo son silencio, porque entonces nada puede estar por encima de ellos, salvo el respeto, la memoria, y esa admiración que dura el instante preciso antes de que llegue la ovación y el aplauso.

Se da muy pocas veces, pero yo lo he vivido junto a Marta y Miguel, como un mero observador de circunstancias, incluso en los ensayos. Es cuando interviene no solo la capacidad o el oficio, algunos dicen duende cuando solo es magia. Es breve, apenas perceptible y consiste en un parpadeo mínimo, capaz de recoger la energía de la emoción antes de que podamos expresarla. Es un proceso íntimo y pleno. Ese medio segundo se convierte en un chispazo eléctrico que ilumina el alma y coloca en su sitio la exhalación de lo sublime. Pero esta vez no hubo aplauso. A pesar del predecible final, la noticia fue el portazo de la luz, un fundido a negro ha dejado el patio de butacas esperando otro desenlace.

Ahora mismo vengo de abrazar a Marta, apenas hemos podido cruzar dos frases mal construidas. Todo ha sido silencio, y los dos sabíamos muy bien que es necesario no decir nada para que todo se pueda entender, pero no basta. Jamás será suficiente, si después de esa pausa no nos llega su voz y su mirada, esa voz de trueno, templada, proyectada igual que un tambor o una confesión repleta de secretos y el fogonazo  claro de su risa.

A menudo bromeábamos con eso de que Miguel no es estellícola, como lo somos Marta y yo, incluso lo habíamos comentado en varias entrevistas, pero él tenía una ventaja. Podía observarnos en la distancia. Alejándose un poco de la temperatura local, se percataba de las peculiaridades de esta Tierra Estella y nos sacaba ventaja. Entonces reía, aseguraba que somos muy raros y lo explicaba. Al Centro de Salud le llamáis ambulatorio, cuando hacéis algo mal, en vez de una chapuza es un atalo, un salchucho o un chandrío, os ponéis redodillas, y contáis hasta ches, y eso que ya llamáis txistorra a la txistorra y no txoringa, como hacías hasta hace poco.

Él solo, era capaz de llenar el escenario de la vida con su sola presencia, pero siempre dejó espacio para los demás, sobre todo para ella. Por eso he ido pronto al tanatorio. A él no he querido verle. Me quedo con la envoltura cálida de su afecto de gigante cuando estrenamos Emilia y me dijo en mitad del escenario: Ya está. Lo hemos hecho.

Hoy en mitad del abrazo y la mañana Marta me ha dicho:

-Se ha muerto, Juan Andrés.

-Se nos ha muerto, Marta. A todos.

-Ha luchado como un gigante.

-Es lo que era. Nos quedamos con eso y con la pena. Se os quiere mucho.

Telón, silencio y ovación cerrada.

 

Juan Andrés Pastor Almendros

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