Se nos ha muerto a todos, porque en él teníamos la memoria de una ciudad que dejó de existir conforme él nos la fue describiendo en sus relatos costumbristas. Aquellos que aclaraban conciencias, intenciones, amores y el cariño a la palabra comprometida que nunca escondió.
El viejo Juan se ha muerto cuando iba a cumplir 98 años, un joven de esa edad que siempre fue capaz de hablarle de tú a la realeza y tratarle de usted a la conciencia.
Porque sí algo tenía este hombre era educación y esa elegancia decimonónica de un liberal en tierra comprometida. Juan le cantaba las verdades al barquero y se reía hacia fuera cuando su risa era capaz de alegrar la concurrencia. Cuando no, era un carraspeo debajo del bigote y aquellos ojos pequeños le brillaban con el carbón del ideal que siempre ardía.
Satrústegui fue anarquista enrolado a la fuerza en las tropas de Franco, socialista después, para sobrevivir en dignidades que no eran costumbre en estas tierras. Fue cronista, la voz y la gaceta, un hombre de chiquitos y grande en los abrazos. Tan grande que tuvo que subrayarse la sonrisa dos veces. Una debajo del bigote hecho paréntesis y otra tras la boina ladeada, bien plantada y serena; capaz de hacerle sombra a las mentiras.
Fue pintor y amigo de pintarle la cara a quien mintiera, poeta de brocha gorda porque su rima fue siempre la de Estella y sus piedras, porque para detalles él tenía amistades que elegía y quería.
Por eso fue mi amigo y le quería. Tenía un año más que mi padre, el mismo ideal irreverente. Era capaz de regalarle un cuadro a ese mendigo que decía a escondidas que «pa pintar así …» pues te lo quedas. Eso lo vi yo en la casa de cultura, donde me daba la paga algún domingo.
Luego con los años me venía a la radio a saludar: «El saludo del viejo Juan» y decía lo que le daba la gana porque ya tenía esa edad en la que todo importa menos las consecuencias.
Recuerdo que una noche de viernes nos echaron a los dos del Trovador, no era de noche que era madrugada. No pagamos la entrada. Saludamos corteses al portero y nada más bajar las escaleras, a la izquierda, siempre a la izquierda, derechos a la barra: yo mi cerveza de siempre, él su rosado bien frío.
Y dice el camarero sorprendido:
-No hay rosado.
-Clarete?
-No es lo mismo?
Me mira, se atusa gravemente la boina y sin mirarme me dice:
-Vámonos.
y que nos fuimos, las tres de la mañana y a casa sin la espuela.
«Es que si no hay rosado no hay nada. !Ni vergüenza!
A dónde vamos a parar!
Y tenía razón, porque el cariño estaba en los detalles.
De entre las cosas escritas que le guardo a Capirucho nos cuenta en uno de sus primero libros, y ya termino:
«A la hora de lidiar, los toreros lanzan su brindis dirigiéndose a una persona escogida, bien una amistad, un personaje, una bella mujer o al público en general. Esta dedicatoria, este brindis, lo dirijo a toda persona que ama a todo y todos, sin fronteras, ni límites, ni colores; a todos los que se sacrifican por los demás sin ánimo de lucro y a cuantos, movidos por un ideal, son capaces de sufrir las mil fatigas, como aquellos viejos peregrinos que impulsados por la fe, convergían en la Ruta Jacobea haciendo del sendero el Camino de Europa.»
Juan Satrústegui descansa convencido y querido.
Te echábamos de menos hace un tiempo, amigo, buen amigo.
